La excepcionalidad de quien escucha

Resulta algo triste saber que una de las más admirables virtudes que puede tener una persona, esto es, el escuchar, saber escuchar, sea una rareza casi inencontrable, remota, excepcional. Quizá sea porque cada vez se valoran más aspectos de una persona que poco o nada tienen de valiosos, no hay más que ver qué tipos de mediocres alcanzan el éxito y quiénes son los que acaparan siempre la atención, cuando no la admiración. Se extrae esto de una deriva social que podría asemejarse a una selección natural grotescamente deformada, en la que los mejor adaptados, en nuestro caso los menos valiosos, son los que sobreviven. Si hay alguna duda basta con levantar la cabeza y advertir qué tipo de personas ostentan el poder, la fama, el éxito, el triunfo y la admiración por parte del vulgo más alineado.

La escasez de personas valiosas y admirables, quienes atienden, quienes escuchan, se deriva directamente de esto, ¿quién en su sano juicio elegiría ir a contracorriente y no comulgar con la hez que impone un mundo que parece diseñado para los peores de la especie? Afortunadamente hay condiciones inquebrantables que se convierten en un bastión para esas virtudes que de verdad son dignas de apreciar, y también hay pocas que sepan ver y valorar como se merecen a aquellos que atesoran cualidades dignas de todo elogio. ¿Cuántas personas conocemos que sepan escuchar? ¿Que atiendan con interés a lo contado o relatado e importándole ésto como si propio fuera? Porque las más veces sólo se oye pero no se escucha, se mira al que cuenta o habla como quien pone la tele y se embelesa, sin atender, a veces sólo por educación o por reparo, sin que exista interés alguno por quien cuenta ni por lo que cuenta. El fondo es la ausencia empatía por el otro o por lo que le ha pasado o por lo que le preocupa, fruto esto de ese egoísmo, ese repugnante individualismo y carencia de atención por lo ajeno tan propios de esta época.

Escuchar se convierte en una muestra de interés, de respeto, de complicidad, porque quien cuenta espera justo eso, compartir, hacer partícipe al otro de su relato, que puede ser de angustia o de felicidad, y tener un cómplice, un apoyo, alguien que mire a los ojos y demuestre que le importa lo que escucha; y quizá muestre, al menos, atención y dedique palabras de aliento o ánimo o sencillamente de complicidad. Demasiadas veces se opta por el silencio por no relatar ni contar nada porque no se encuentra un oído que escuche más allá de hacerlo por cortesía, si es que esto se da. Pero en una sociedad tan individualista, egoísta y malsana, es casi un milagro dar con quien preste su atención aunque sea un momento, un instante, y consuele o apoye o elogie; o, y esto es lo más complicado, tienda la mano. Esto sería lo lógico pero no es así. El ser humano carece, en su mayoría y por propia naturaleza, de esa cualidad tan admirable. Todo orbita en torno al yo, a mis circunstancias y mi realidad; nada existe más allá de un egoísmo que parece esculpido en esa terrible condición. Aunque eso, a estas alturas, nada extraña, nada sorprende.