Remansos

Qué llamativa resulta esta era de posmodernidad e hipertecnología en la que casi todo el mundo, normalmente las personas más vacías y básicas, se esfuerzan denodadamente en ofrecer una imagen irreal de su vida o de su propio ser, mostrándose continuamente a ojos de los demás como una falsaria proyección de sí mismas que es tan sólo deseada pero nunca conseguida. Es la autocomplacencia con uno mismo, el engaño como apaciguamiento de tristezas, dolencias o frustraciones, también de incapacidades. Nada extraño en esta epidérmica era de pose en la que la vía de escape es la premura en hacer creer, en proyectar y vender no lo que se es sino lo que se quiere ser, dejando a un lado todo rastro de sinceridad o autenticidad. En el fondo son vías de escape, hipócritas, pero al fin y al cabo son escapatorias, consuelos de las mentes más simples o desvalidas, la más perdidas o extrañadas de sí mismas. Esa impostura de cara a un público buscando la complicidad, el halago o incluso la admiración, se convierte en sustento vital de almas en pena cuya única liberación a sus miserias y pobreza interior es la proyección de una aberrante distorsión de sí mismas. Pero no deja esto de ser una evasión, como todos buscamos continuamente, de lo que uno es pero no se admite ni tolera ni se muestra. Lo que ocurre es que en estos casos de pose y falsedad, todo se vuelve extremadamente ridículo y lamentable -cuánta impostura, por ejemplo, en quienes eluden cualquier rastro de sinceridad y autenticidad cuando quieren conquistar a alguien…-.

Pero efectivamente no hay quien pueda pasar por este mundo tan gris, despiadado y cruel sin asideros a los que aferrarse. Las personas más simples se cobijan en una falsa aceptación de los demás apoyada, como he dicho, en una proyección ilusoria de su persona que se enaltece a cada golpe en el hombro, pero otros, los menos y más valiosos, buscan la luz en lo tenue de un sentimiento, una caricia o el cariño de quienes forman parte de su vida. Son esas personas cercanas, queridas o añoradas las que nos salvan del miasma de esta jodida realidad, los que se preocupan por nosotros, los que forman parte indisoluble de nuestra vida, los que amamos por encima de todo, los que cada día, cada hora, cada maldito minuto nos recuerdan que siempre hay algo por lo que vivir y alguien por quien reír, llorar y sentir. Pero normalmente pasamos por la vida si apreciar ni valorar eso que de alguna forma nos mantiene flote, lo que nuestra estúpida naturaleza nos impide apreciar hasta que lo perdemos, de manera que siempre, absolutamente siempre, echamos de menos tras la pérdida, momento en el que imploramos volver en el tiempo y aprovechar cada momento perdido, decir toda palabra no dicha o desear volver a admirar aquellas miradas admirables. Pero somos así y mientras tengamos algo jamás lo vamos a valorar, amar o agradecer en su medida justa. Todo será valorado a tiempo pasado.

Luego llega la implacable añoranza, la tristeza por lo ya no tenido, la mirada retrospectiva que golpea y atenaza, la que nos recuerda lo que tuvimos y perdimos, lo que pudimos disfrutar y no disfrutamos, lo que nos hizo felices y ni siquiera nos dimos cuenta; y hace que nos preguntemos el porqué de aquel tiempo desaprovechado y las infinitas oportunidades perdidas. Buscábamos un amor romántico cuando el verdadero amor lo teníamos desde el mismo momento de nacer, ese tan puro, prístino e incondicional como el de nuestros padres; o el acogedor, embriagador e inolvidable de nuestros abuelos… Sólo hay que mirar un poco hacia atrás para encontrar la felicidad vivida, ahora tan anhelada, y que erróneamente buscamos donde realmente no existe. Pero quizá ahora, justo en este momento, también podamos encontrar esos remansos, puede que el lugar de esa felicidad sea presente y no pasado, a lo mejor eso que tenemos hoy no lo estemos apreciando sin darnos cuenta de que algún día no lo tendremos o dejará de existir -será recuerdo-. Nunca seremos conscientes, pese a saberlo, de lo efímero de todo esto, que todo pasa para no volver, que el tiempo nos arrebata la vida y eso es del todo inevitable. Porque entre nuestras penas, lamentos y continuas desesperanzas es muy posible que seamos felices sin siquiera saberlo, que hay personas que nos quieren y se preocupan por nosotros y desgraciadamente no van a estar ahí para siempre. Es mejor dejar la superficialidad fácil a un lado y empezar a mirar lo realmente valioso que tenemos, a apreciar a esas personas dignas de ello, esas que forman parte de nuestras vidas y nosotros de las de ellas; a valorar a quienes nos quieren y a quienes queremos; a las buenas personas que raramente encontramos en este mundo de casi infinita negrura. Ya es hora de poner en valor a aquellos que lo merecen, que son, al fin y al cabo, los que hacen de la vida algo que merece la pena ser vivido.