Libros y lamentos…

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«El escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad» – Miguel de Unamuno

A raíz de la última Feria del Libro de Madrid, ha saltado una polémica, creo que justificada y necesaria, sobre la profusa irrupción de famosos y faranduleros populares en el mercado literario. La queja, totalmente legítima, vino a cargo de Almudena Grandes, veterana ya en las letras españolas, que en una columna en El País arremetía contra esos personajes, normalmente provenientes de la televisión, y más concretamente de la telebasura, que publican novelas, ensayos o poemarios y pretenden que pasen como literatura a ojos de todos. A esta crítica tan acertada, cargada de razón y que muy pocos escritores consagrados se atreven a hacer, contestaron airada y efusivamente algunos de los aludidos, como la tal María Teresa Campos, presentadora de un programa donde pululan los desechos de los buscatalentos musicales haciendo el ridículo, y que tiene en el mercado un libro creo que sobre Letizia Ortiz (interesantísimo, ¿verdad?). La otra en entrar en la terna, Mercedes Milá, omnipresente cabeza visible del espacio más deleznable de la televisión, ese en el que una manada de chimpacés se pasan el día intentando follarse a todo bicho viviente como los individuos básicos que son.

Esta purulenta corriente de «famoseo literario» venida sobre todo de los bajos fondos televisivos, donde un arte tan serio y compejo como la literatura es vilipendiado por unos oportunistas que aprovechan su popularidad para hacer caja a costa de sus incautos admiradores, suele ser apoyada con argumenos tan débiles y pedestres como que el tirón popular de estos famosetes hace que las ventas se disparen, o la tan penosa, dañina y estúpida afirmación de que «lo que importa es que la gente lea, da igual el qué». El principal valuarte que enarbolan los defensores de esta literatura basura, independientemente de la calidad o calado intelectual de las obras (nulo, me temo), es el primero que he comentado, que incrementan en gran medida las ventas de libros, y las editoriales se ven beneficiadas y pueden salvar de alguna manera los estragos de ese invento tan productivo para muchos llamado crisis. Y aquí entramos directamente en la demostración de que la literatura, salvo milagro, está condenada sin remisión. ¿Por qué? Por que ha sido fagocitada por aquello que ha condenado el mundo hasta sus cimientos, y que rige el destino de todos nosotros, lectores y no lectores: el jodido dinero; a lo que se suma el escaso interés global por una literatura de cierto fuste intelectual y que ofrezca algo más que un burdo y ramplón entretenimiento.

La raíz del asusto, a mi parecer, se encuentra en las editoriales (no todas, pero sí las más visibles), que han transmutado el alma de la literatura en un asqueroso negocio y se han olvidado de que el arte escrito jamás puede tener como objetivo el lucro (lógicamente, los escritores deben vivir de algo, pero esa es la consecuencia, no el fin del escritor, al menos del honesto), sino la creación y transmisión de emociones, de lo humano a través del inmenso poder expresivo de la palabra. Cuando algún sujeto de estos decide escribir una novela —o decide que se la escriban, que es lo más común—, sabe de antemano que no le van a faltar novias a la hora de publicarla, sólo con la fama que haya podido acaparar entre la población más voluble ya tiene asegurada dicha publicación por la editorial de turno, dispuesta a cercenar el espíritu literario en pos de la siempre preponderante ganancia económica.
En este punto, debo matizar que cada uno es libre de leer lo que le venga en gana, no estoy criticando eso, al menos en este texto.

El avispado lector me puede recriminar ahora varias cosas. La primera, que por qué estos lumbreras no tienen derecho a escribir su libro, quizá alguno de estos arribistas literarios tiene la inventiva y la honestidad necesarias para crear una obra aceptable, y que su egresión hacia la literatura sea justificable. Bien, no digo que no, quizá a alguno le suene la flauta, pero de lo que estoy hablando es del fenómeno en su conjunto, de las siempre dañinas tendencias, del tsunami de libros «escritos» por asiduos de los sucios mingitorios televisivos, a saber, Mercedes Milá, María Teresa Campos, Jorge Javier Vázquez (capitoste de los más bochornosos embolismos nacionales), Sandra Barneda, Màxim Huerta, Nuria Roca, Carmen Lomana, y un largo y penoso etcétera. Pero lo peor de todo es la injusta ventaja que toda esta pléyade de «intelectos» tiene respecto a los escritores noveles (y no tan noveles), los cuales tienen realmente difícil que alguna editorial se fije en ellos, quedando la mayoría de ellos, muchos verdaderamente valiosos, ignorados y olvidados por culpa de unas empresas incapaces de aquilatar una verdadera obra literaria. Volvemos a lo mismo, vender es para muchos lo único que cuenta (y sobre esto hablaré, creo, en alguna futura publicación).
La segunda cosa posiblemente achacable a lo que estoy exponiendo, es que esas ventas enriquecen el sector, como dije antes, que al aumentar los ingresos, el mercado editorial sigue adelante. Soy tajante con eso, sustentar la literatura —y todo lo que supone— en productos de nulo valor artístico de unos impostores es una infamia, una destrucción gradual de uno de los pilares básicos del ser humano, reduciendo la forma de expresión escrita a un mero y ruín mercado cuyo fin último es la pasta.

Un ejemplo: el anteriormente mencionado Jorge Javier Vázquez, ha publicado su «novela» en Planeta, la más poderosa y conspicua editorial del país (pese a que la mayoría de sus publicaciones rozan lo risible y el esperpento). Fácil lo ha tenido el tal Jorge Javier para meterse de lleno en el ya caliginoso mundo literario de la mano de un gigante del sector. ¿Meritos? A la vista están…